Acheiropoietos
A veces, al estar en medio de la naturaleza, es muy posible experimentar encuentros fortuitos con la belleza, aunque por lo general se trata de momentos fugaces.
Al respecto, la misión del artista tal vez no sería la de competir con la naturaleza, sino más bien el intentar establecer -a través de la creación de objetos o situaciones- un diálogo con aquellos instantes. Esa es la perspectiva desde la que parece trabajar Paula Swinburn, quien conoce los mecanismos necesarios no sólo para abrir la compuerta y liberar un manantial de colores y formas, sino también para fijar todo ese caudal evocador en una imagen detenida.
Más allá de su presencia exuberante y generosa, de la seducción ejercida por sus superficies y coreografías de texturas, saturaciones, transparencias, brillos y opacidades, más allá de la oscilación lúdica entre lo micro y lo macro, cada pintura de Paula Swinburn constituye una especie de gran santuario de alusiones.
Estas obras nos recuerdan nuestra propia respiración, la irrigación y la circulación sanguínea, las tormentas y las turbulencias, las auroras boreales, ciertas configuraciones cromáticas presentes en el reino mineral (como la fluorita, la cornalina, la amatista, el jaspe o la amazonita), como también los remolinos de gases multicolores en la atmósfera de Saturno.
Los trabajos de Paula Swinburn sugieren de pronto la vista aérea de un oasis, o más bien, de un estuario: sus corrientes frías y cálidas, dulces y saladas, que se rozan, se encuentran, se envuelven y casi siempre se funden.
Como si fuesen cortes geológicos (de un espacio diferente al nuestro), este es un arte de opulencia, de opalescencia, de iridiscencia, de espectros, apariciones y alucinaciones, de energía cósmica, de infiltraciones expansivas, de leche de las galaxias y sangre de dragón, del sendero sagrado que la diosa Iris va dejando a su paso.
Este es un arte eminentemente de contemplación y que se nos manifiesta silencioso, con la densidad y la lentitud de la lava que desciende por las laderas del volcán, y sin el más mínimo asomo de la retícula cartesiana que por desgracia tiende a determinar nuestra vida urbana.
Construidas a partir de esmaltes vertidos, derramados, asentados, coagulados y sedimentados, las imágenes propuestas por Paula Swinburn poseen literalmente dos caras: un verso y un anverso. Aunque también en términos expresivos se mueven en dos flancos: el del ritual, la espiritualidad, la intuición y los sentimientos, por un lado, y el de la materia y la fisicalidad, por el otro. Materialidad que, a su vez, también opera simultáneamente en dos dimensiones; en un extremo, la de lo sensorial, y en el otro extremo, la que –a falta de un mejor nombre- podríamos llamar cultural.
Todo lo anterior, por supuesto, en estrecha relación con la esencial ambivalencia y la naturaleza dual –apolínea/dionisíaca- de las artes, con ese constante vaivén entre control y descontrol.
El de Paula Swinburn no es un arte que explore su propio imaginario, sino más bien un arte del aquí y del ahora; un viaje interior, una meditación en movimiento, que se vale del poder de la materia para activar la imaginación del espectador. Podríamos señalar que su trabajo en algo se asemeja al del médium o del nigromante, en el sentido que las manchas son generadas espontáneamente, para luego convertirse en lenguaje y pasar a ser articuladas con delicadeza, por medio de un alto grado de concentración, sensibilidad e instinto.
Paula Swinburn se une de este modo a una larga ascendencia de destacadas artistas que en décadas recientes han investigado la pintura desde la mancha: Helen Frankenthaler, Pat Steir, Lynda Benglis, Katharina Grosse, Carrie Moyer o Francisca Sutil, por nombrar sólo unas pocas, y la relación de todas ellas con el azar controlado, el azar con limitaciones, el azar que brinda regalos; libertad y confianza en las voces interiores que van guiando el proceso mismo y su posterior revelación en el mundo real.
Cristián Silva
Agosto de 2019
Santiago, Chile
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